El sábado, Eva me llevó a conocer mil cosas de su ciudad. Por la mañana subimos al Pichincha y desde 4.100 metros vimos la capital ecuatoriana. Es una urbe inmensa, que se extiende durante kilómetros entre los valles de la cordillera andina. Si en Bogotá cuesta respirar, lo que es andar un rato por los caminos del Pichincha es casi una misión imposible. Aún así, lo conseguimos y, pese a que las nubes nos impidieron ver nada durante unos minutos, el resto del tiempo disfrutamos de unas vistas espectaculares. Y, como compensación por el esfuerzo realizado, me comí un algodón de azúcar que me supo a gloria.
Una vez bajamos del teleférico, nos dirigimos hacia el centro y nuestra primera parada fue la Basílica. Ésta es la iglesia más espectacular de Quito. Se ve desde cualquier punto de la ciudad por sus altas torres y hasta arriba subimos. Yo me he dado cuenta de que mi vértigo sólo sale cuando subo iglesias, porque la anterior vez que sentí que las piernas me iban a fallar estando en las alturas fue cuando subí a las torres de la Sagrada Familia. Pero, a pesar de mis males, llegué hasta lo más alto. Y valió la pena.
Tras reponernos del tembleque de piernas, paseamos por las calles del centro. Comimos camarones apanados (gambas gabardina o rebozadas) y seguimos viendo iglesias y plazas que, según indican los carteles, son la mayoría de los siglos XVI – XVII. Y, del centro, al Panecillo, a ver las vistas que nos quedaban.
Desde esta pequeña montañita vimos una gran humareda negra al sur de la ciudad que nos llamó mucho la atención. Al llegar a casa de Eva vimos en el periódico que era la discoteca en la que murieron 15 personas. En estas ciudades, las salidas de emergencia se cierran con candado para que no se deje entrar a gente sin pagar. En ese caso, encima, el techo estaba recubierto de colchones y no se les ocurrió otra cosa que lanzar fuegos artificiales dentro del recinto. Todo esto, durante unos conciertos a las 16:30 y con más de 200 personas en la discoteca que no tenía los permisos necesarios.
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